Pelo arrecho

Un encuentro inesperado nos unió aquella tarde, y desde entonces no hemos podido disimular el deseo de perdernos juntos. Nos conocimos en el jardín de un museo, rodeados de gente y obras de arte, de colores y miradas cómplices. Nos buscábamos disimulando entre la multitud, como si fuera algo casual, aunque sabíamos que no lo era. No nos perdimos de vista en toda la tarde. Aún recuerdo la frase que me susurró mientras nos alejábamos de aquel lugar: “Hay cosas predestinadas a no perderse”.
Tomamos un taxi en dirección a su casa. Su pelo negro alborotado y su profunda mirada mantuvieron despierto mi deseo durante todo el viaje. Él jugaba con mi pelo arrecho. Así me decía: “arrecho porque es salvaje y sexy”. Y yo enmudecía de excitación mientras contemplaba con detalle los trazos de su fornida musculatura, aflorando por su vieja camiseta sin mangas.
–Vamos, ven, es por aquí –me decía mientras sostenía mi mano para bajar del taxi. Yo obedecí asintiendo con la cabeza y dejando que su mano me guiara.
Cuando quise darme cuenta, estábamos tomando un gin-tonic en su terraza. Hacía calor y deseaba un beso. Él me miraba fijamente y yo le consentía sonriendo, mientras apreciaba su piel bronceada. De pronto, un golpe de aire levantó mi falda dejando ver mis piernas entreabiertas. Pude sentir su mirada clavada en ellas, y su cuerpo acercarse al mío hasta sentir su calor. Me estrechó entre sus brazos, y sentí la caricia de su lengua mecida sobre la mía. Disfrutaba sintiendo su barba recrecida junto a mi rostro.
La noche continó entre ginebras y bullerengues. Bailando desbocados hasta la madrugada, y deseosos al tiempo de enredarnos entre las sabanas.
– Tengo una propuesta para ti, ¡sígueme! No me resistí, caminando en silencio hasta llegar a su habitación.
De pie nos miramos cómplices. Se acercó hasta mí con la copa en una mano, sosteniéndome con la otra por la cintura y estrechándome con fuerza junto a él, a la vez que acercaba sus labios a mi pelo, olfateándome como a un animal. Sentí su respiración fuerte, y un escalofrío me atravesó entera hasta acabar en mis pies, quedando paralizada de placer. Su sexo palpitaba, estaba erecto y cálido, podía sentirlo a través del pantalón. Hizo un amago de quitarme la falda, pero lo retuve mientras le ordene con mirada lasciva que parara.
De espaldas a él, caminé contoneándome hacía la cama mientras desabrochaba mi blusa y dejaba resbalar mi falda bajo mis piernas, hasta quedar completamente desnuda, a la vez que lo miraba de reojo mordisqueando mi labio inferior. Él se acercó sigiloso a mis pies, sacó mis zapatos con delicadeza, y comenzó a lamer mis dedos, uno a uno. Yo me retorcía de placer y él, más erecto, presionaba su pene contra mis piernas. Se inclinó sobre mis tobillos, los miró detenidamente y fue subiendo hasta parar en mis caderas. Se quedó perdido entre la curva de mi espalda y mis nalgas.
– ¡No te muevas! – me dijo.
De repente, un hilo de ginebra cayó sobre mí espalda, recogiéndose en el surco donde unos instantes antes estaba perdido. Acercó su boca y comenzó a beber. Otro hilo de ginebra, y otro… así toda la copa, sorbo a sorbo, hasta agotarla.
Nos revolvimos sacudiendo nuestro deseo, disfrutándonos sin censura el uno al otro, exhaustos y bañados en sudor hasta hacernos un ovillo y perder la forma.
Otro día incompleto, otra noche inquieta. Al llegar a casa, sin romper la oscuridad, camino silenciosa atraída por su aroma, pero él no se percata de mi presencia desde su despacho. Avanzo sigilosa y de puntillas por el pasillo, cuando de repente, escucho el click del ratón y el gruñido de la silla. Acaricio la pared al caminar, mi corazón late ruidoso. Cierro los ojos y permanezco escondida.
El roce de un cable sobre el escritorio, atrae mi oído a la delgada pared que nos separa y me oculta. Mi imaginación despierta mi deseo. Un nuevo sonido, la hebilla de un cinturón, le delata. Puedo oír cómo su respiración se acelera. Intento frenar el temblor que recorre mi cuerpo y silenciar mi respiración.
Traviesa, observo en secreto y sin parpadear, a través de la puerta ligeramente entreabierta, cómo comienza a tocarse suavemente. Veo su rostro y el reflejo de su excitación en él. Sin querer evitarlo, acaricio mis pechos y los libero.
Le deseo, deseo unirme a él pero no me atrevo. Tengo que saciarme antes de que me descubra. Mis dedos, imparables, recorren mi cuerpo más rápido, y él, gime más alto, como si me hubiera descubierto.
Lo hizo. Sin poder apartar la vista de él y exhausta de placer, no me había dado cuenta de que la puerta estaba abierta, el gato había despertado de su sueño y entrado de un empujón.
Estábamos al descubierto y nuestras miradas lo decían todo, entre gemidos él suplicó: «No pares».
