Lluvia de tambores

Los tambores sonaban a lo lejos. Caminaba con paso firme y decidido al ritmo que marcaba su corazón. Su mirada se entretenía en la sombra del vuelo de su vestido, que la luz de la luna proyectaba sobre el asfalto, mientras una sonrisa nerviosa asomaba en su rostro, recordando el momento en el que había recibido la inesperada invitación.
Aquellos ritmos, raciales y penetrantes, fueron guiándola hasta el lugar. Al llegar, sintió la inevitable tentación de buscar con la mirada a aquel hombre que en las últimas horas no había dejado de ocupar su cabeza. Allí estaba él, sentado, erguido, con el torso desnudo y el tambor entre sus piernas. Ella, clavó la vista en sus manos gruesas que golpeaban con fuerza aquella piel, advirtiendo que él también la miraba con deseo, y sintiendo cómo en ambos aumentaba la excitación con cada golpe.
Se dejó llevar por la música y comenzó a bailar con descaro, al tiempo que recogía y movía su vestido, dejando ver sus largos y torneados muslos. Sin esperarlo, él se levantó, y se acercó por detrás. Ella pudo sentir un susurro en la nuca –¿Bailamos? –le dijo.
De inmediato aquellas manos apretaron su cintura y su cuerpo empezó a zumbar como si estuviese lleno de miles de abejas hambrientas. Poco a poco sus rostros se acercaron hasta que él la besó suavemente, enrollando su pelo entre los dedos. Ella, hechizada, no podía parar de mirar esos ojos negros, mientras su lengua recorría cada milímetro de su boca.
Los tambores, cada vez más pulsantes e insistentes, la empujaban a moverse con ellos. El calor de sus cuerpos aumentaba y el sudor los iba humedeciendo, provocando que emanaran un intenso y dulce olor.
Las manos de él, que aún permanecían en su cintura, le sujetaban estrechándola contra su pecho. Ella, en un suave y furtivo roce, comenzó a percibir el tamaño de su miembro, cálido y firme, contra su ingle.
–No digas nada, sólo respira –le dijo él.
Y de repente, los tambores dejaron de sonar.
Los tambores sonaban a lo lejos. Caminaba con paso firme y decidido al ritmo que marcaba su corazón. Su mirada se entretenía en la sombra del vuelo de su vestido, que la luz de la luna proyectaba sobre el asfalto, mientras una sonrisa nerviosa asomaba en su rostro, recordando el momento en el que había recibido la inesperada invitación.
Aquellos ritmos, raciales y penetrantes, fueron guiándola hasta el lugar. Al llegar, sintió la inevitable tentación de buscar con la mirada a aquel hombre que en las últimas horas no había dejado de ocupar su cabeza. Allí estaba él, sentado, erguido, con el torso desnudo y el tambor entre sus piernas. Ella, clavó la vista en sus manos gruesas que golpeaban con fuerza aquella piel, advirtiendo que él también la miraba con deseo, y sintiendo cómo en ambos aumentaba la excitación con cada golpe.
Se dejó llevar por la música y comenzó a bailar con descaro, al tiempo que recogía y movía su vestido, dejando ver sus largos y torneados muslos. Sin esperarlo, él se levantó, y se acercó por detrás. Ella pudo sentir un susurro en la nuca –¿Bailamos? –le dijo.
De inmediato aquellas manos apretaron su cintura y su cuerpo empezó a zumbar como si estuviese lleno de miles de abejas hambrientas. Poco a poco sus rostros se acercaron hasta que él la besó suavemente, enrollando su pelo entre los dedos. Ella, hechizada, no podía parar de mirar esos ojos negros, mientras su lengua recorría cada milímetro de su boca.
Los tambores, cada vez más pulsantes e insistentes, la empujaban a moverse con ellos. El calor de sus cuerpos aumentaba y el sudor los iba humedeciendo, provocando que emanaran un intenso y dulce olor.
Las manos de él, que aún permanecían en su cintura, le sujetaban estrechándola contra su pecho. Ella, en un suave y furtivo roce, comenzó a percibir el tamaño de su miembro, cálido y firme, contra su ingle.
–No digas nada, sólo respira –le dijo él.
Y de repente, los tambores dejaron de sonar.
