Un jueves cualquiera

No fue casualidad que estuviéramos en el mismo vagón de metro aquella mañana de un jueves cualquiera. Estaba sentada, con las piernas entrecruzadas y la piel húmeda. El calor de Madrid en julio es aterrador. Deseaba deshacerme de mi vestido, que contenía la impaciencia de un cuerpo acalorado. Saqué el abanico y comencé a agitarlo con sugerencia, mientras mis rizos se movían sobre mis hombros acariciando mi piel. Estaba distraída, cuando mis ojos se cruzaron con unos pies que no pasaron inadvertidos. Sentí una profunda curiosidad, no podía disimular mi deseo, quería saber más. Comencé a recorrer su figura lentamente con la mirada. Cada segundo era distinto. Estaba entusiasmada viajando por ese cuerpo desconocido, cuando el vagón frenó bruscamente rompiendo la línea que dibujaban mis ojos sobre él.
Me asusté, y tímidamente llevé la mirada al suelo al ser consciente de mi descaro. Por unos instantes me sentí avergonzada, pero a penas sin darme cuenta, me encontré de nuevo anclada en sus pies.
Volví a empezar. Él estaba inmóvil, de pie apoyado en la puerta con expresión desafiante.Yo estaba tentada a seguir descubriendo más, tenía prisa por ir lento. Continué el recorrido por sus piernas y un calor intenso erizo mis pezones. Sus manos eran grandes, con dedos anchos y largos que imaginaba apretados contra mis nalgas, que en ese momento, deseaban ser agarradas.
Mi excitación iba en aumento. Mis ojos recorrieron su torso mientras cambiaba el cruce de mis piernas. Cada segundo era distinto, todo era perfecto. Poco a poco iba experimentando una íntima complicidad con ese hombre, al que aún no había visto el rostro. Cuando me decidí a mirarlo, la intensidad del momento me aceleró el pulso. Sus ojos miraban al suelo. Era atractivo, con facciones marcadas y mentón ancho. Me despertaba ternura y deseo a la vez. Esto me excitaba aún más.
De repente, como si pudiera sentir mi excitación, sus ojos se alzaron con dureza y su mirada despertó mi pudor. Quería desaparecer.
Me encontraba a una estación de mi destino, un arrebato me puso en pie y me dirigí hacia la puerta que estaba frente a él. Contoneando mis caderas,como a golpe de tambor, me situé frente al cristal de la puerta, que devolvía mi reflejo regalándome el suyo. Las miradas cruzadas a través del cristal fueron calentando aún más el ambiente mientras un músico ambulante que se encontraba al final del vagón, comenzó a tocar una cumbia. Mis caderas se dejaron llevar por la música mientras mis pechos, livianos, comenzaron a moverse. Él simplemente me observaba. Estábamos siendo espectadores y, protagonistas a la vez, de un ritual de seducción.
Cuando quise darme cuenta, había llegado a mi parada. Al ser consciente de ello, volví a míser, y la puerta se abrió repentinamente. Él seguía inmóvil, recostado aún en la puerta, cuando me dispuse a salir arrepintiéndome de no haberle dicho algo.
Salí al exterior y el sol me devolvió a la realidad. Giré la esquina para dirigirme a mi destino, cuando alguien con respiración agitada me tocó el hombro diciendo: “perdona, no he podido evitar salir en tu búsqueda, me llamo Aitor”.
Otro día incompleto, otra noche inquieta. Al llegar a casa, sin romper la oscuridad, camino silenciosa atraída por su aroma, pero él no se percata de mi presencia desde su despacho. Avanzo sigilosa y de puntillas por el pasillo, cuando de repente, escucho el click del ratón y el gruñido de la silla. Acaricio la pared al caminar, mi corazón late ruidoso. Cierro los ojos y permanezco escondida.
El roce de un cable sobre el escritorio, atrae mi oído a la delgada pared que nos separa y me oculta. Mi imaginación despierta mi deseo. Un nuevo sonido, la hebilla de un cinturón, le delata. Puedo oír cómo su respiración se acelera. Intento frenar el temblor que recorre mi cuerpo y silenciar mi respiración.
Traviesa, observo en secreto y sin parpadear, a través de la puerta ligeramente entreabierta, cómo comienza a tocarse suavemente. Veo su rostro y el reflejo de su excitación en él. Sin querer evitarlo, acaricio mis pechos y los libero.
Le deseo, deseo unirme a él pero no me atrevo. Tengo que saciarme antes de que me descubra. Mis dedos, imparables, recorren mi cuerpo más rápido, y él, gime más alto, como si me hubiera descubierto.
Lo hizo. Sin poder apartar la vista de él y exhausta de placer, no me había dado cuenta de que la puerta estaba abierta, el gato había despertado de su sueño y entrado de un empujón.
Estábamos al descubierto y nuestras miradas lo decían todo, entre gemidos él suplicó: «No pares».

Foto: Irene de Diego